Los que mejor me conocen saben que he pasado los últimos meses investigando sobre el gran continente que es África y lo que representa vivir ahí. Este cuento es un un trabajo de ficción donde trato de humildemente plasmar lo poco que he aprendido de grandes autores y equipos de producción que han arriesgado y dedicado sus vidas para que nosotros podamos entender lo que significa sobrevivir en esas tierras.
A ellos dedico esta historia.
-Cris.
En África dondequiera que vayas el Sol va contigo. Una vez el Sol se levanta por el horizonte calienta todo aquello bajo el Cielo. Si la tierra pudiera hervir, herviría. Bajo este Sol Edmond con sus 13 años de vida camina rodeado de sus 13 vacas. Sus sandalias protegen la planta de sus pies del filo de las piedras y el roce con la tierra, pero no lo protegen del calor. Sus suelas arden como la tierra sobre la que caminan. Su camiseta no está bañada en sudor porque el Sol seca todo lo que brota de su piel. De todas maneras, a Edmond no le queda mucho que sudar. Este año hay sequía.
El Sol ha sido duro este año, y el resto de los dioses también lo han sido desde hace tiempo. De una cantimplora de cuero Edmond bebe lo que será su único alimento del día: agua con un poco de miel. Su misión es llevar a las vacas a una laguna a muchos kilómetros de casa para darles de beber. Todo pozo y fuente de agua se ha secado. Su familia depende de la ayuda del hombre blanco para tener la poca agua que los mantiene vivos, y eso no es suficiente. Sin la leche y carne de las vacas todos se debilitan, y las vacas están muriendo de sed. Su madre hace el esfuerzo de amamantar a la hermana de Edmond más allá del tiempo que le corresponde. No será suficiente el tiempo ni la leche que pueda producir. Incluso ella se está secando.
Edmond pasa su ganado cerca de la sombra de un árbol. Sus pies agradecen el descanso del inclemente calor del suelo. Su frente se enfría y siente una ligera brisa, este es el único descanso que tendrá en el día. Todo el alivio se va tan rápido como llegó tan pronto vuelve al terreno abierto. La tentación de sentarse bajo el árbol es muy grande, es en la sombra donde se siente más a gusto. El árbol era grande y su sombra densa y amplia. Este árbol pudiera ser un gran lugar para aprender, para celebrar. Su escuela fue la sombra de un árbol, bajo esa sombra aprendió a leer. Edmond aprendió casi todo lo que sabe de un libro, el mismo libro del que aprendió su padre, el único libro del pueblo: El Conde de Monte Cristo. Una vieja edición con lomo de cuero que dejó un sacerdote hace muchos años. De ahí viene su nombre.
Bajo la sombra el hombre piensa, sueña y descansa; cosas que son imposibles bajo el Sol. Edmond duda, pero sabe que no hay tiempo que perder y que tiene continuar su camino. La vida de su familia depende de ello. Deja el árbol atrás y todo lo que para él significa.
Son días largos y el hambre golpea su estómago. Edmond ha sabido vivir con hambre. Cuatro veces en su vida ha comido hasta estar lleno, una de ellas cuando nació su hermana. Ese sin duda ha sido el mejor día de su vida. Fue el día en el que Edmond ganó fuerza, pues cada vez que necesita dar más de sí mismo piensa en la sonrisa de su hermana y en el futuro de su familia; en su deber. En este continente nada te hace más fuerte que el deber. Si no fuera por el deber todos los hombres pasarían los días en la sombra escapando del Sol.
El deber de Edmond en este momento es salvar a su familia, a todos. Su padre es el que siempre hace esta ruta en sequías, pero él no ha tenido la bendición de los dioses en mucho tiempo. Cuando los soldados del gobierno de turno pasaron por el pueblo hace un par de años le cortaron un brazo porque lo confundieron con un ladrón, y otros soldados pasaron meses después con intenciones de hacer lo mismo para que no votara -no hizo falta. Sin su brazo, cuidar la plantación requería más horas, horas que tendría que robar del amanecer cuando los mosquitos vuelan con mayor libertad. Fue ahí cuando contagió la Malaria, le dijo el Hombre Blanco a Edmond.
Su padre se sumergió en escalofríos, dolores de cabeza y de cuerpo. Escalofríos uno detrás de otro y más dolor, mucho dolor. Lo peor era el frío en su cuerpo. Mantas y mantas de algodón arropaban a su padre bajo el Sol. Edmond pensó que su padre moriría, y eso sería mejor que sufrir el dolor por el que estaba pasando. El hombre blanco pudo curarlo luego de dos semanas en el hospital, pero nunca sería el mismo y la siembra fue más complicada sin un brazo y la fuerza que siempre había tenido para trabajar.
El cansancio se apoderó de él, su cuerpo no rendía como el gran hombre que había sido toda su vida. Pero su mente nunca perdió la fuerza. Edmond recuerda el día que su padre tiraba de una cuerda para sacar un balde de agua del pozo. Con su brazo tiraba una y otra vez hasta no poder más, hasta dejar ir el balde. Una y otra vez hasta sentir que los músculos se le rasgaban dentro de la piel y sus palmas sangraban. Una y otra vez hasta conseguir sacar un balde de agua del pozo para ese día. Una y otra vez cada día hasta que durara la sequía y Madre pudiera ir a la laguna a buscarla ella misma.
Hace meses fueron al pueblo a buscar medicina. En su ausencia los pájaros langosta volaron sobre la cosecha. Sin alguien que los espantara se dieron festín. No dejaron nada, se comieron el corazón de su familia. Esta año no habría cosecha.
Su padre pensó que todo era una maldición, que la vida se le escapaba poco a poco por brujería de algún enemigo. Pero su padre no tenía enemigos. ¿Cómo tener enemigos si nunca le has hecho nada a nadie? La creencia es que cuando alguien recibe una maldición, un demonio lo persigue para hacerle daño. Para escapar a su demonio el padre de Edmond decidió dormir a la intemperie por un tiempo. No fue hace muchas semanas que despertó sintiendo la esterilla sobre la que dormía húmeda. Al saborear metal en sus labios, y pasar sus manos por su rostro, pudo descubrir que estaba cubierto de sangre. La malaria lo había debilitado, dijo el Hombre Blanco, y de su debilidad nació la Tuberculosis. Ahora su padre tiene que ir todos los días al pueblo por una inyección, no puede viajar con el ganado. Así fue como le ordenó a Edmond darle de beber a las vacas en su ausencia, le ordenó salvar a su familia. Ya habían pospuesto este momento suficiente, darle agua a las vacas es lo único que podría salvarlas de morir de sed. Edmond esperaba que llegara el día en que se convirtiera en hombre, pero no sabía que llegaría tan rápido.
Tan pronto cae el Sol Edmond despliega su esterilla. Cada segundo en la sombra debe ser usado para descansar. Las estrellas son su mapa, el mismo que han usado todos sus antepasados para ir de un lado a otro antes que hubieran caminos, carreteras y aviones. Las estrellas le cuentan que falta poco y mañana en la mañana llegará a la laguna. Eso lo hace sonreír. Edmond decide quedarse dormido contando sus vacas y luego las estrellas. Se irá a dormir con hambre, como lo ha hecho casi todas las noches de su vida esperando el agua y miel de la mañana siguiente.
Edmond despierta en medio del crepúsculo antes de la salida del Sol, antes del enemigo. De una de sus cantimploras vierte unas gotas de agua en su palma con las que lava su rostro de una forma cerimoniosa. Esta es la única limpieza del día. Cada gota es usada con sabiduría para limpiar su piel . Nada se desperdicia, así falten horas para llegar a la laguna.
En la distancia ve el brillo del agua. Falta poco. Con cada paso Edmond se vuelve más consciente de su sed y la ligereza de sus cantimploras, incluso apura el paso. Pero a medida que se acerca, el brillo se vuelve menos fuerte hasta desaparecer por completo. Alrededor ve desechos de elefantes y sus pisadas. Se adelanta a su ganado, corre en desesperación. La laguna está seca. Los elefantes se bebieron el agua. A sus pies Edmond no consigue sino grietas, lodo o pisadas de elefante.
Sus vacas lo rodean con indiferencia, sin conocimiento que esta tragedia significa su muerte. Sin darse cuenta a Edmond le fallan las piernas y cae de rodillas. Entre sus manos se resbala la tierra que sostenía el agua de la laguna y de su corazón se derrama la esperanza de enorgullecer a su padre. No solo esa esperanza, toda esperanza. Está en medio del desierto con una misión imposible. Se levanta ayudándose de una de sus vacas y su mirada explora los alrededores a sabiendas que no hay una sola gota en la superficie, solo huellas de elefante que ya se han encaminado hacia la próxima fuente de agua. Y es en esa dirección donde puede encontrar la salvación.
Edmond se le ocurre una idea: ganarle a los elefantes. Él sabe a dónde se dirigen, conoce cuál es la próxima laguna, puede seguir sus huellas y ya para la noche cuando los adelante podrá leer el resto del camino en las estrellas. La laguna está a dos días más de camino. La travesía implica que llegará a ella sin agua en sus cantimploras, cualquier retraso significaría la muerte. Mientras toma una decisión, Edmond se echa a andar sin miedo alguno, solo tiene que pensar en su familia para tener la fuerza que necesita. No tiene tiempo que perder. Con un buen tramo de huellas dejadas a su espalda está más que seguro que esta es la decisión correcta, la decisión que tomaría un hombre de verdad.
El Sol llega a su punto más alto. En este punto puede calentarlo todo a la vez. Ninguna parte del cuerpo de Edmond está en paz. Hasta la brisa quema. Él contaba a estas alturas estar con sus cantimploras llenas y refrescarse el rostro cada vez que el polvo se acumulara en su piel. Él no duda de su decisión, pero desconoce si tendrá las energías para alcanzar a completar el viaje racionando el agua que le queda. En esta tierra un solo sorbo puede ser la diferencia entre la vida y la muerte. Es un terreno que el hombre ha aprendido a dominar con lo mínimo, donde ha aprendido a coexistir con todo aquello que lo rodea. Y es que no hay otra manera, si el hombre lo decidiera, pudiera acabar con todo, y acabar con sí mismo en el camino. Hay que formar parte del ciclo. Acá el único depredador que no entiende sus límites es el Sol, y del que todos tienen que esconderse.
Pero no todos son parte del ciclo. Edmond escucha un par de detonaciones en la distancia, él puede reconocer cómo suena una ametralladora. Aún recuerda la noche que pasó escondido en el árbol cuando el ejército vino a buscar niños. Ese día Edmond perdió a varios amigos que fueron raptados para pelear por los diamantes, drogas y poder de hombres hambrientos de gloria. Los que se resistieron fueron asesinados. Nunca ha olvidado que la muerte suena como una ametralladora rusa. Pero estos no son soldados, son cazadores furtivos. Edmond piensa en cambiar su ruta, pero se traga el miedo y decide continuar. En la distancia se dibujan los vehículos de hojalata que usan los cazadores, todoterreno franceses oxidados que se caen a pedazos y que alguna vez pertenecieron a hombres blancos que una vez controlaron estas tierras. Rodean a un rinoceronte caído con varios disparos en su cuello. Con una moto sierra le están cortando su cuerno. Discuten entre ellos y con binoculares buscan alrededor por más presas valiosas. El ruido de la moto sierra ahuyenta a una multitud de aves y seguro acelerará a los elefantes que saben muy bien qué implica el crujir de los huesos frente al metal.
Una parte de Edmond quiere mostrarle a los cazadores las huellas de elefantes que ha venido siguiendo para que los alcancen y los maten antes de llegar a la laguna. Pero así no funciona la naturaleza ni los cazadores. Lo mejor que puede hacer es pasar de largo ignorándolos. Edmond se aferra al viejo revolver que su abuelo se quedó de recuerdo cuando peleó en la guerra civil. Su padre se lo dio con la condición que solo lo usara si su vida dependía de ello. Su vida ahora depende de muchas cosas a las que no le puede disparar para resolver absolutamente nada. Él solo tiene un revolver con seis balas, y ellos son 6 cazadores con armas rusas y sin el más mínimo respeto por la vida. Muchos han sido soldados en su niñez y lo único que les queda es enfrentar a animales salvajes ahora que se han convertido en uno.
Edmond observa fijamente a uno de los cazadores. Todo en esta tierra se consigue aguantando tu terreno, sin importar qué tan grande o pequeño seas. Esa es la ley. Edmond pasa con sus vacas enfrente de ellos sin titubear. Sus miradas se cruzan. El miedo lo consume, pero el cazador no puede olerlo. Los demás están más ocupados pasándose unos a otros el cuerno del rinoceronte mientras el pobre animal yace muerto, despojado de toda su majestuosidad. El cuerno no será lo único que arrebatarán, pero Edmond no se quedará para ver cómo claman su recompensa y luego dejan el cadáver para los buitres y gusanos. El cazador aleja su vista de Edmond.
Edmond Suspira en alivio al pasarles de largo. Luego escucha más detonaciones y minutos más tarde otra moto sierra. Es injusto, y no es parte del ciclo. El mismo ciclo que lo tiene deshidratado en búsqueda de agua para salvar a los animales que alimentan su hogar. El mismo ciclo que dejó que las aves arrasaran con la cosecha de su familia cual langostas. El mismo ciclo que matará a su familia si no llega antes que los elefantes a la laguna. Lo único que no le ha quitado este ciclo a Edmond fue el brazo de su padre que fue cortado como el cuerno de aquel rinoceronte muerto por los verdaderos salvajes de esta tierra.
Pero del ciclo podrá pedir justicia. Cada gota de sudor valdrá la pena si ese Sol nace de un amanecer. Cada ave alimentada por la cosecha lo despertará con dulces silbidos antes del calor. Y si sus vacas mueren, significa que los elefantes seguirán rondando las praderas buscando pozos de agua donde otras tribus encontrarán la fuerza que la familia de Edmond necesita en estos momentos. Pero Edmond nunca obtendrá justicia por el brazo de su padre. Ahí no hay justicia. Justicia tendrá la naturaleza que un día se vengará por cada cuerno robado, por cada colmillo, por cada pelaje. Todo a su debido momento, por ahora Edmond solo puede sino caminar.
Igual que lee las estrellas Edmond puede leer el suelo. Él distingue huellas de depredadores. Ya está muy lejos de la tribu y estos espacios son nuevos para él, es difícil saber con qué puede encontrarse. En tiempo de sequía los depredadores acechan hambrientos y débiles, pierden su juicio. Rara vez atacarían a un humano, pero con suficiente hambre, puede pasar lo que sea. Igual ocurre con los hombres. En las ciudades le temen a los leones, pero de ellos hay poco que temer; peligros peores están a la espera.
Los leones nunca han resultado ser peligrosos para su familia, pero no hay que dejarse engañar. Edmond conoce las historias. Miles de esclavos fueron forzados a construir kilómetros y kilómetros de vías de ferrocarril. Muchos fueron devorados bajo la protección de la noche por leones hambrientos que ya luego de haber envejecido y sido expulsados de la manada por leones más jóvenes se arriesgaban a atacar humanos agotados por el trabajo y el Sol. Pero Edmond tendría cuidado, haría una fogata. Tampoco podía hacer mucho más.
Gracias a su apuro puede alcanzar a los elefantes y tomar la delantera. Es un grupo de cincuenta, el líder es un gigante gris con un colmillo roto que los guía con firmeza. Ellos desconocen que participan en una carrera y siguen su ritmo imponente hacia su destino. El líder es un elefante viejo, de esos que saben cómo llegar a cualquier rincón donde haya estado. Si ha vivido todos estos años no ha sido por suerte, alguna pelea le habrá costado su colmillo. Su piel tiene herida de balas, ha sufrido la codicia de los cazadores y ha sobrevivido. Su trompa se ve débil, han pasado los años y si bien tiene la fuerza para viajar, no faltará mucho para que cada vez le cueste más y más levantarla. Mientras más le cueste más profundo tendrá que adentrarse en el agua para beber, hasta que un día quede atrapado en el lodo y no pueda salir. Luego sus huesos formarán parte del cementerio de elefantes que es el fondo de una laguna seca. Edmond piensa en su padre al ver al elefante.
La velocidad le permite a Edmond tomar la iniciativa, pero también sentir su garganta más áspera y llenar sus piernas de calambres. Al llegar de nuevo la noche las estrellas le confirman su camino. Falta poco, un día más de recorrido. Luego de una hora prendiendo su fogata Edmond está cansado, sediento y hambriento. Su cuerpo no podrá soportar dos días más de esta manera. El prender la fogata se siente como un error. Todo se siente como un error excepto dormir. El cansancio lo derrota y Edmond cae dormido consciente del dolor en sus músculos producto de tanto esfuerzo. En sus sueños recuerda que se le olvidó rezar para pedir que los elefantes no lo adelantaran en su viaje mientras dormía.
En sus sueños escucha las pisadas de los elefantes y el silbido de sus trompas. Las pisadas cada vez son más ligeras, como si se alejaran. Una tras otra levantan el polvo a su alrededor hasta encontrarse en medio de una tormenta de arena. Los sonidos se sinceran y Edmond despierta escuchando ladridos de perros salvajes. Sus vacas están siendo atacadas.
Edmond coge una antorcha de su fogata y el revolver. Trata de espantar la amenaza. Pisa su última cantimplora y derrama la poca agua que le quedaba. Es una manada de perros hambrientos. Sus costillas se dibujan debajo de la piel y están tan desesperados que hasta al fuego deciden enfrentarse. Edmond agita la antorcha una y otra vez, los aleja y se vuelven a acercar. Una perro se le abalanza encima, Edmond lo golpea con la antorcha quemándole el rostro. El olor a cabellos chamuscados llega a sus narices. El animal se repliega.
Los perros deciden que Edmond no será la presa de hoy. Tres perros atacan en conjunto a una de las vacas. Edmond le quita el seguro a su revolver, apunta lo mejor que puede y dispara cuatro veces. El rebote del arma lo sorprende luego del primer disparo, se siente muy diferente de un arco. De haber practicado alguna vez en su vida hubiera acertado mejor, pero nunca hubo suficientes balas. Solo hiere a uno de los perros y todos escapan. La vaca está herida, pero puede andar.
Edmond sabe lo crítico que es descansar. Mañana se preocupará por todo esto, por ahora tiene que dormir. Pero por más que lo intenta, la oscuridad de la noche y sus sonidos no le dejan cerrar los ojos. Solo le preocupa una cosa: ya no hay más agua que beber.
La mañana siguiente es dura. La esterilla parece quemar su piel y en sus pulmones no hay sino un ardor incómodo. Edmond se quedó dormido, es despertado por el calor. Sin agua no podrá siquiera refrescar su rostro para arrancar el día. Lo peor no es eso, lo peor son los elefantes que deben haber recuperado su distancia. No hay tiempo que perder.
Hace más calor que de costumbre, o al menos ese es el sentimiento de todos los días en esta tierra mientras el Sol está en lo alto. Edmond ha bajado el ritmo para no dejar a su vaca herida atrás, pero se ha vuelto insostenible. El animal se ha rezagado mucho y cada minuto hay más distancia entre la vaca y el resto del ganado. Edmond sabe cuál es su deber, sin embargo el tener una excusa para no acelerar el paso es refrescante. Pero no, tiene que continuar. Queda un día de camino y no sabe dónde están los elefantes. Y con este andar no llegará nunca a la laguna.
Edmond decide andar al lado de su vaca y guiar desde atrás. Se siguen alejando del resto, pero aún así no acepta lo que está pasando ni lo que tiene que hacer. Él empuja a su vaca manchándose de sangre las manos y tira del pelaje para que corra a la altura de esta carrera. La vaca se queja cuando él roza sus heridas, pero no avanza mucho más. Poco a poco se va frenando hasta llegar a detenerse por completo. Edmond no tiene tiempo para esto y se aleja. A lo lejos ve la vaca herida estática en dirección al resto de la manada. No es que no quiera avanzar, es que no puede. Y el resto de las vacas lo sienten igual y una a una comienzan a frenarse.
Quedan dos balas. Edmond trata de no pensar demasiado lo que va a hacer por temor a acobardarse. Se devuelve hacia su vaca y le dispara entre los ojos. El animal cae con todo su peso contra el suelo. Ahora solo le queda una bala.
El resto de las vacas no reaccionan a la muerte de su compañera y deciden seguir el camino que les indica Edmond. Es él el que sufre. Su conciencia duele y no puede sino pensar en cómo esa vaca lo ha alimentado durante años. Edmond se siente egoísta, como un cazador más que rompe el ciclo. Todas sus vacas habían decidido morir juntas y él cambió eso. No le queda sino aprovechar lo que pueda de la vaca. Saca su cuchillo rústico, pero con el primer corte se da cuenta que es imposible que con la energía que le queda pueda sacar una pieza de carne de este animal. Le hace una incisión en el cuello y llena su cantimplora de sangre de vaca. Por ahora es lo mejor que se le puede ocurrir para sobrevivir, y sabe que no es suficiente.
Los primeros sorbos de sangre pasan sin problema, pero los próximos le revuelven el estómago. El líquido está caliente y él sabe de dónde viene. Edmond no tiene idea cómo ubicar a los elefantes y se le hace imposible acelerar más el paso. Su cabeza duele y le cuesta levantar los brazos. Él intenta montarse en una vaca para no tener que andar, pero ésta se frena en seco tan pronto consigue levantar los pies del suelo. Alrededor de sus vacas busca caminar entre sus sombras apoyando su peso cuando puede en los muslos desnutridos.
Su vista se nubla de a poco y la tarde se le hace eterna. El primer momento del atardecer lo aprovecha para observar al Sol poniente, al gigante rojo que se esconde por hoy. No le ha dado tiempo de alcanzar la laguna. Edmond está muy seguro que esta será la última vez que vuelvan a encontrarse.
Desenrolla su esterilla una vez más, esta vez al lado de un árbol. Las ramas no le dejan ver bien las estrellas, a Edmond no le importa, le dicen justo lo que tiene que saber: que está muy cerca. Pero también sabe lo débil que está. Su cabeza se siente como si fuera a explotar, sus piernas duelen y su piel está ardiendo en medio de la oscuridad. Tiene sed, hambre y se irá a dormir sin deseo alguno de volver a despertar.
A la mañana siguiente la sombra del árbol arropa a Edmond de la luz del Sol y él no puede sino rendirse. A medida que el Sol se eleva, Edmond gira afuera de su esterilla persiguiendo la sombra llenando su cuerpo de arena, negándose a despertar. Edmond trata de excusarse, de imaginar un futuro mejor para su familia si las cosas terminan como él cree que van a terminar. Su familia tendrá que ir a la ciudad. Su padre es un lisiado, sin su brazo podrá pedir limosnas en la calle y la gente será generosa; aquellos que tengan para dar, quienquiera que sean. Y así Edmond da un giro más al norte debajo de las ramas. Su madre, su madre tiene una olla. Con esta olla ella podrá cocinar a cambio de un puñado de comida de cada pote de frijoles que prepare a lo largo del día. Con eso podrá alimentarlos a todos. Edmond piensa en su madre y se coloca boca abajo escondiendo sus ojos de la luz con su codo. Y luego piensa en su hermana y llora al imaginar lo que le espera. El Sol no está ahí para secar sus lágrimas.
Edmond viaja a sus días de escuela debajo del árbol. Donde una y otra vez recitaban el mismo libro, la misma historia. Y entre todas sus frases recuerda sus momentos favoritos. En su mente es la voz de su hermana la que le narra esta historia, y Edmond se imagina su sonrisa cuando ella lee su nombre y lo mira de reojo al descubrir su origen. Y esa idea le da fuerza. Edmond se pone de pie, recoge la cantimplora y bebe. Ignora el sabor y deja que la sangre le permita recuperar un poco de energía. Se echa a andar junto a sus vacas con la misma debilidad del día anterior pero con la determinación con la que dio el primer paso al salir de su aldea. Las estrellas le indican que llegará al mediodía cuando el Sol esté en lo más alto.
Una vez más el horizonte dibuja una laguna, y mucho más. Edmond encaminado sigue su paso a la expectativa de lo que pueda desdibujar la distancia y el calor. Las huellas y los desechos a su alrededor ya le hacen saber lo que va a encontrarse. Los elefantes han llegado primero y ya están alrededor de la laguna.
La laguna está a punto de secarse y un día con cincuenta elefantes significará el fin de su última reserva de agua. Edmond perdió la carrera pero trata de acercar a sus vacas a un borde para compartir lo que resta con los elefantes. El líder de la manada las asusta. Sus vacas se alejan y están decididas a no volver a intentar siquiera pisar el lodo de la orilla. La trompa del elefante mayor sopla con intensidad y sus patas delanteras golpean el suelo, no dejará que ningún animal se acerque al laguna. Pero Edmond no es un animal, es un hombre.
Edmond le grita al elefante, lo reta, alza su puño y le exige que lo encare. Le lanza una piedra a la cabeza, se acerca a la bestia hasta estar a un paso de distancia. El elefante ruge con su trompa y se levanta en sus dos patas traseras. Su sombra arropa a Edmond por completo y él siente cómo el Sol abandona cada centímetro de su cuerpo y por su espalda lo recorre un escalofrío. La que será la voz de su hermana vuelve a sonar sutilmente en sus oídos.
HASTA EL DÍA QUE DIOS SE DIGNE A REVELARLE SU FUTURO AL HOMBRE, TODA NUESTRA SABIDURÍA SE RESUME EN DOS PALABRAS: CONFIAR Y ESPERAR.
Edmond aguanta su terreno, desenfunda la pistola y en el momento justo dispara hacia arriba, hacia el Sol.
El elefante se intimida y sus patas delanteras se van hacia un lado, se tropieza. Todo su cuerpo se desploma y levanta una nube de polvo. Busca levantarse en medio de una total desesperación. Escapa de la presencia de Edmond y su manada lo sigue. El suelo tiembla al ritmo frenético del escape y la arena se eleva cual niebla de roca.
En esta tierra, si quieres sobrevivir, cuando llega el momento justo tienes que saber si vas a matar o vas a correr. Y por eso te plantas en el terreno, para demostrar que no eres de los que deciden correr; así sea cierto o no. Y eso no se puede lograr con un simple disparo al aire. Lo más importante es que Edmond demostró que esta laguna es, por ahora, suya.
No fue hasta que los elefantes se alejan suficiente como para que la superficie del agua vuelva a la calma que el corazón de Edmond baja de su garganta. Las vacas ajenas a todo conflicto agradecen la partida de los elefantes y se acercan al agua a beber con toda la calma del mundo sin saber lo que esto significa para Edmond y para su familia.
Edmond deja sus cosas a un lado, descalza sus pies de sus sandalias gastadas y camina hacia dentro del agua. Ya con las rodillas sumergidas sube su mirada al cielo mientras recoge unas gotas de agua, las usa para lavar su rostro. Al terminar, Edmond limpia su cantimplora y la llena. Antes de cerrarla, bebe un sorbo.